En una pantalla de ordenador Javier, un chico de 24 años, escribe su nuevo estado en el muro de Facebook: “Yo no soy de este mundo”. A continuación, apaga el monitor y se sienta en la cama. Aparta las babuchas a un lado y comienza a colocarse las zapatillas deportivas, que dos semanas antes su madre le había regalado por su cumpleaños. Se pone la cazadora de cuero marrón y coge las llaves, que permanecen inmóviles, en la cima de una gran torre de curriculums.
Baja las escaleras de un adosado situado a las afueras de la ciudad. La tele del salón permanece encendida, en el sillón relax 2000 negro, que hay situado en el centro de la sala, se encuentra un señor de unos 68 años, su abuelo. Javier gira a la derecha, entra en un pequeño dormitorio, que se encuentra a medio camino entre la cocina y la sala de estar. Su abuelo permanece inmóvil. El habitáculo es sobrio. Esta formado por una cama de 95 metros, una mesita de noche, sobre la cual se encuentra una fotografía del Rey y su abuelo, ambos uniformados; y un pequeño armario. Al final de la habitación, y en el lugar dónde debería haber una ventana, permanece aparcada una silla de ruedas, mezcla de aluminio y tela azul tapizada.
Javier abre el armario, el cual mantiene el orden que su abuelo le dio cuando llegó a la casa, hace ya 3 años. La ropa seguía estando ordenada por colores. Los dos uniformes militares se concentraban en la parte derecha del armario. Las medallas de reconocimiento brillaban cuando el reflejo de la lámpara rebotaba en el espejo interior del armario y se proyectaba de nuevo en el cuerpo de este objeto metalizado. Javier se acordó del día en que su abuelo le pegó aquella cachetada en el trasero, cuando lo sorprendió en la habitación jugando con sus galones y sombrero. Aquel golpe le dejo una marca de por vida, en el cachete izquierdo, y le quito las ganas de volver a tocar alguna pertenencia del padre de su progenitor. Agarra un estuche que estaba escondido en el fondo del armario. Lo coloca en el centro de la cama. Abre la tapadera. Observa con entusiasmo el revólver Colt Anaconda plateado que hay en su interior. Saca el arma y se la guarda en la parte trasera de su calzoncillo. Coge dos cajas de cartuchos, que tienen la serigrafía de 44 magnum, y se los introduce en el bolsillo interior de su chaqueta.
El volumen de la tele se incrementa coincidiendo con la sintonía del telediario. Los titulares, como desde hace 6 años no eran nada alentadores. Más cierre de empresas, quiebras de entidades bancarias, recortes presupuestarios, reducción del déficit, aumento del paro, recortes en educación y sanidad, métodos para ahorrar en el hogar, subida de los carburantes, todas estas noticias formaban los ingredientes principales, del menú del día. Javier cierra la nevera, en la que hay colgado un post-it: “No vuelvo para la cenar”.
Se acerca a su abuelo, desliza su mano por el cojín del sillón, encuentra el mando. Baja el volumen. El locutor narra, ahora los acuerdos económicos que pretenden llegar los dirigentes, en el último congreso, que se está celebrando en el consejo europeo, esta semana. Javier sé agachá, acaricia la cabeza de su abuelo. Desde que empezó con la quimioterapia había perdido su gran cabellera grisácea. Ahora sólo le quedaban cuatro bellos mal colocados en una superficie pálida. El cáncer lo había postrado desde hacía dos años en aquel sillón tan reconfortante, que le regalaron a su madre por la compra de un juego de enciclopedias. Al menos alguien le estaba dando uso a aquel mueble, que hasta la llegada de su abuelo había permanecido en el garaje de la casa, pensó Javier. Mientras le da un beso en la mejilla, a su abuelo, el muchacho pronuncia unas palabras entrecortadas: “lo siento”. Se percata que la bolsa de la orina aún está media vacía. Javier se marcha de la casa, dando un fuerte portazo.
El sol está muriendo anaranjado y deslumbra a Javier que conduce un volvo utilitario color azul marino. Coge las gafas de sol de la guantera y se las coloca. Sube el volumen de la radio. La carretera está desierta. Javier acelera.
Cerca de la playa un grupo de mujeres permanece en la puerta de un edificio deshabitado. En la orilla de la playa unas gaviotas se pelean por un trozo de pan. El eco de sus graznidos y el sonido de las olas, acompañado por un viento de levante, es interrumpido por el motor de un coche que se asoma por la cima de la colina y desciende en curva hacia la playa. Dicha interrupción, agita la tranquilidad de las mujeres, de todas las edades, que esperan en la sombra del edificio a medio construir.
Javier se baja del coche. Y saluda con un gesto frío al resto de mujeres. Saca del maletero una bolsa de deportes y un periódico.
Una gaviota sobrevuela la playa y se posa en la grúa amarilla. Javier y las mujeres permanecen en la azotea del edificio. Cada una lleva un paño negro en la mano. Javier sostiene un periódico y habla con una de ellas, mientras hace señas y dirige su mirada a las mujeres, al periódico y a su compañera de conversación de nuevo, repite el gesto varias veces. Un grupo de mujeres observan como las olas toman toda su plenitud, para pocos segundos después, romper en espuma blanca desvaneciéndose en la orilla. Una de las mujeres, la más joven, está llorando. En mitad del silencio se escucha la voz de Javier: “Es el momento chicas”. Las mujeres lo rodean formando un círculo perfecto. Javier no aparta su mirada del diario. Observa con detenimiento una fotografía. Se acerca a una mujer y le pide que se mueva un poco a su izquierda, repasa la distancia que hay entre una y otra, dando vueltas por detrás de la circunferencia formada por las mujeres. Mientras la joven sigue llorando, Javier se acerca a ella, la agarra la mano y le dice que se tranquilice. El muchacho saca el revólver y hace un gesto con la mano a la mujer, con quién estaba hablando hace unas segundos. Está se pone una capucha negra que le cubre todo el rostro. Las demás mujeres la imitan. El primer disparo ahuyenta a la gaviota que estaba posada en la grúa. Javier, en el centro del círculo formado por las mujeres, apunta a la cabeza tapada por la lona negra y vuelve a disparar. El aire hace que el olor a pólvora inunde el lugar. Recarga el revólver y repite la operación, unas 54 veces más. En el cielo, un avión dibuja una línea discontinua de humo blanco. En el tejado del edificio solo queda Javier en pie. Las demás mujeres se mantienen formando el círculo, pero esta vez tumbadas en el suelo. La inercia del disparo ha hecho que la mayoría caigan hacia atrás, solo unas pocas permanecen con el rostro mirando al suelo. Por debajo de todas las capuchas corre sangre. Javier se sitúa el revólver a la altura de su sien y a continuación aprieta el gatillo. En ese mismo instante cae de lado, el periódico que sostenía en la otra mano yace a su lado.
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