Los azulejos del baño son color marfil, con una cenefa formada por una guirnalda de flores celestes. En la parte más cercana al espejo, hay cuatro azulejos de un azul intenso, que rompen la barrera que forma la cenefa, dándole al baño un ambiente de reconstrucción continúa, debido a las humedades.
Soledad tiene 41 años, sus arrugas marcan su frente y contorno de ojos. Tiene los ojos marrones, del mismo tono que los accesorios del cuarto de baño, toallero, porta-toalla y cubre-papel . Algunas canas le asoman por la raíz de su cabello, el cual, es rizado, aunque ahora lo lleva recogido con un moño alto. Coloca una bolsa de aseo, llena de maquillaje y manchada por polvos marrones, detrás del grifo. Se está pintando los labios, el color elegido para hoy, un rojo intenso. Se compró esa barra de labios cuando empezó a “tontear” con el vecino del quinto piso. Soñaba cada noche con él, con su espalda ancha, y su cuerpo esculpido por los dioses. Durante cuatro largos años deseo con todas sus fuerzas que este hombre le arrancara el carmín de su boca con un largo e intenso beso. Pero eso nunca paso. Esos labios no habían sido besados por ningún hombre, salvo su padre. En aquellas noches cuando el alcohol le nublaba la vista, y él la poseía en su cama, cubierta por una colcha rosa palo. Por supuesta, ella nunca le contó nada a nadie. No quería que la tachasen de fresca.
Cogió del perchero su chaqueta negra y su abrigo gris marengo. Cerro la puerta sin echar la llave. El gato se quedó maullando. Salió a la calle. El cielo estaba encapotado, cubierto por extensas nubes blancas. En la inmensidad de la lejanía una neblina húmeda cubría las azoteas de los edificios más altos. Corría una brisa de aire con un aroma a zinc y a hierro. Soledad pensaba que no tardaría en chispear. Se tenía que dar prisa si no se perdería el traslado de su virgen, la única persona en el mundo que la entendía y escuchaba sus problemas pacientemente.
Faltaba tan sólo 7 días para semana santa, y el ambiente en la calle recordaba a domingo de ramos o lunes santo. El gentío ocupaba las callejuelas del centro, como una masa deseosa de sangre cofrade. No se podía caminar por calle Dos aceras, la gente formaba una muralla en torno al paso de la pollinica. Los quioscos ambulantes ocupaban el lugar que antes circulaban los coches. Carretería estaba cortada. Soledad torció a la derecha, prefirió cruzar por la goleta para acudir a la puerta de Santo Domingo. Bajo la cuesta, y pasó por el Pasillo de Santa Isabel, menos saturado de gente. Pero la masa se dirigía, cruzando por los dos puentes, hacia la plaza de Mena.
En el puente de los alemanes, Soledad se sintió fatigada, estaba rodeada de personas, por su derecha e izquierda. Por un momento, imagino que el puente se rompía y quedaban atrapados en aquel amasijo de hierro verde. Abrió la boca y exhalo el aire gélido que entró pronto por sus pulmones descargando su garganta. Apretó el camafeo, marfil de la Virgen de Fátima que llevaba en su solapa. Mientras rezaba en voz baja. Su madre nunca hubiera permitido que saliera con ese broche a la calle, una semana antes del domingo de ramos, día en el cual toda chica de bien debe estrenar algo. Ese broche se lo había regalada su madre a Soledad, las últimas navidades. No lo había estrenado antes, Soledad no podía esperar una semana a ponérselo, no aguantaba más.
No había nacido en una familia pudiente pero su madre siempre se había encargado de que no le faltara de nada. Y menos aún, algo que estrenar el domingo de ramos, ya fuera una blusa, una bufanda, unas medias negras o un camafeo, como en esta ocasión.
Las cornetas sonaban más lejos de lo que realmente estaban. El aire de poniente hacia que el sonido no fluyera con normalidad. Desde lejos, diviso la extraña pareja que formaban en un trono, la imagen de la titular de la Congregación de Mena, resultado de la fusión, en el verano de 1915, de la Antigua Cofradía de Nuestra Señora de la Soledad, con la Hermandad del Santísimo Cristo de la Buena Muerte y Ánimas, y “el cristo de los legionarios”, como era archiconocido, tanto dentro como fuera de la ciudad.
Unas palomas saltaron de su lecho con la llegada de la banda de música y corrieron a refugiarse en las tejas de la azotea de la capilla. Soledad se acordó de su madre y de la noche en la que ella murió. “Fue buena hasta para morirse” le decían las vecinas en el sepelio. Era el primer año que acudía sin ella a ver a su Virgen, con la cual no sólo compartía su nombre, en todos los acontecimientos importantes de su vida ella había estado presente, como una fiel amiga, compañera y amante. En su bautizo, en su comunión, en la boda de su vecina Chari, en el entierro de su padre, en el de su hermano, en el de su abuela, y el último, el de su madre.
Un nudo se le hizo en la garganta cuando se acercó el paso. Apenas estaba a 6 metros del trono. Ya podía ver el rostro blanquecido de su compañera, pero no sus ojos, ya que su mirada se perdía por el asfalto, en un momento de agonía propio de una madre que pierde a su hijo, y que el escultor decidió plasmar en esta imagen. El sonido constante de los tambores fue seguido por un solo y alargado toque de corneta. La masa empujaba a Soledad, y la encerraba en una alineación imperfecta, dispuesta a presenciar tal espectáculo. Al toque de corneta le siguieron las demás, al compás y al unísono, pronto se unieron los tambores.
La gente seguía empujando. En la fila de enfrente había un grupo de jóvenes. Todos estaban emparejados, más a la izquierda un matrimonio, daba muestra de su amor, con un tierno y sincero beso. En la segunda fila, un padre tenía a su niña, montada sobre los hombros. La música sonaba cada vez más fuerte y el sonido de las cornetas penetraban en su cuerpo y sacudía todos sus órganos. Alzo la mirada hacia el trono, la virgen estaba a escasos centímetros de ella. Soledad entabló un diálogo visual en el que solo estaban ella y su virgen, de fondo la música.
El manto azul oscuro cubría todo su cuerpo, el aire movía su pequeña corona, y el pañuelo blanco dejaba escapar algunas ondas de su pelo hecho tirabuzones. Miró de reojo, una pareja se abrazaba, como si fuera el último día de sus vidas. La armonía se intensificó, arañando el alma de Soledad. Ensimismada, pensaba que había pasado otro año, un año más se decía para sus adentros, una semana santa más, otro domingo de traslados, una nueva cita con su virgen, otro de los muchos reencuentro que tenían durante el año, otra vez, miró a otra pareja, en la cual, reconoció a su vecino del quinto. Su amor platónico, agarraba a su novia por detrás, y con mucha suavidad a través de golpes secos, rozaba su pene contra el culo de la muchacha, al ritmo de la música. Ella era gorda y fea, pensó Soledad. Además ni siquiera tenía los labios pintados y acudía a la cita en chándal. El choque de los palos del tambor contra la madera era la parte favorita de la marcha procesional de Soledad. De repente, se hizo un silencio orquestal, y Soledad se armó de valor, y cómo cada año, volvió a preguntarle a su virgen. ¿Cuándo? Habían pasado ya muchos años, y siempre le pedía lo mismo. Un hombre. Cuando iba a poder pasear junto a un hombre las calles del centro de Málaga. Presumir de novio delante de sus vecinas. Cerrar de una vez por todas, esa fuente incesante de cuchicheos, que se formaban en torno a ella, cuando pasaba por mitad de su plaza, camino de su casa, sola. En una agónica y asfixiante soledad. Y ahora sin su madre, más sola aún. Quería terminar por una vez con esas miradas llenas de hipocresía, que un año más veía en el encierro de su virgen, y que le mostraban una lástima puñetera e inadmisible por parte de las que alguna vez había llamado amigas. Con todas sus fuerzas, un año más, le pedía a su Soledad, la compañía de un hombre. El trono se alejaba lentamente, meciendo a las figuras al ritmo de la música. Una melodía que hizo que Soledad se emocionará y rompiera a llorar en el más eterno silencio, el aroma fuerte a incienso mezclado con el sudor de los hombres de trono, hizo que se mareara un poco. Se cerraron las puertas de la casa hermandad, con el último suspiro de corneta, aunque la virgen seguía sin contestar a la pregunta que le había hecho Soledad.
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